"Every man's concern seems to be to prove to himself that he is a man and not machinery."
Probably a day like today, at this morning on my almost daily trip to the outskirts of the city, with that annoying weather, -it was already announced, rainy week-, is not the best day to think about the angst of be alive, the threats of free will or the struggle against natural laws. So I try to think of something else while waiting for the tram number four. At these hours they come quiet often. The doors open before me, and with a minimum effort, I adopt this absent look from those who are going to travel with me and I enter the car. There are hardly any people. Almost everyone is seated, left to unavailable inventories. After a few seconds I seat as well and I discover, somewhat perplexed, that there is a beggar in front of me. He is reading. It's not anything unusual. Many beggars travel on public transport throughout the day to shelter from the hard winter cold. Nor is it unusual he reads. I remember when I came to Budapest someone told me that behind many beggars there are teachers, doctors, lawyers, including old government employees. Perplexity becomes surprise when I see the title of the book that holds firmly in her gnarled hands. Az Feljegyzések egérlyukból (Notes from Underground). For a moment I am unable to decide where I should lead my thoughts to. Really confused, I just observe. He has his eyes stuck in the book, wide-open with a look of determination. He has barely reached the middle and not moving a muscle in his body he is able to transmit a captivating tension. Without even realizing it, I get identified with his concentration and I try to remember. What effect will produce that monotonic and wounding monologue in this man who certainly wears his rags and lack of hygiene with more than dignity? Is he one of those professors who fail in disgrace after the regime change? But his look, his attitude is not self-sufficient. He reads, rather devoured, like someone who is learning an unforgettable lesson. Like someone who has found something new and revealing and should show himself very grateful. The first thing I feel is envy, of course. And I remember how it was my first reading. Then, without barely realizing, I take the decision to cancel my duties and unite my fate, if only for a while, to the unconditional reader of Dostoyevsky one. At this point, I've left behind the tram stop where I should have gone down. They go through my head a great many of strategies. A million questions. But suddenly, my traveling companion firmly closes the book, gets up and prepares to go out. Of course, I follow his steps automatically. We got off the tram and I see that we are at the last station. The beggar sheathes the book in his coat and walks towards the park. Then I have the certainty that he knows I'm following him, and perhaps for that reason, he stops, as if inviting me to his side. When I do it, we walk together till we find a bench where we sit down. It's time to say something, but I feel that to break that silence would be a sacrilege of unacceptable dimensions. He begins to snort and to gesticulate. I realize that is a reaction to what he has been reading. I do not know if I well understand, but I'm fascinated. Suddenly he stops and falls into a state of despondency. We stay in silence, without moving. After a long time he asks: What day is today? His voice rings out loud and deep. Wednesday, I say.
Versión en ESPAÑOL
"Toda la preocupación del hombre parece consistir en demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje".
Seguramente un día como hoy, a estas horas de la mañana, en mi viaje casi diario a las afueras de la ciudad, con el tiempo que hace –ya lo habían anunciado, semana lluviosa- no es el mejor día para pensar en la angustia de estar vivo, las amenazas del libre albedrío o la lucha contra las leyes naturales. Por eso trato de pensar en otra cosa mientras espero el tranvía número cuatro. A estas horas vienen muy seguidos. Se abren las puertas frente a mí y, sin apenas esfuerzo, adopto ese aire distraído que tienen los que se disponen a viajar conmigo y entro en el vagón. Apenas hay gente. Casi todos están sentados, entregados a inasequibles inventarios. Al cabo de unos segundos me siento yo también y descubro, algo perplejo, que frente a mi hay un mendigo. Está leyendo. No es que sea nada anormal. Muchos mendigos viajan en los transportes públicos durante todo el día para guarecerse del frío. Tampoco es anormal que lea. Recuerdo que cuando llegué a Budapest alguien me dijo que detrás de muchos mendigos hay profesores, médicos, abogados, incluso antiguos funcionarios del estado. De la perplejidad paso a la sorpresa cuando veo el título del libro que sujeta firmemente en sus manos nudosas. Feljegyzések az egérlyukból (Memorias del subsuelo). Durante unos segundos no acierto a decidir hacia dónde tienen que dirigirse mis pensamientos. Realmente desconcertado, me limito a observarle. Tiene la vista clavada en el libro, los ojos bien abiertos con una expresión de determinación. Apenas ha llegado a la mitad y sin mover un músculo de su cuerpo es capaz de transmitir una tensión cautivante. Sin apenas darme cuenta, me voy identificando con su concentración y trato de hacer memoria. ¿Qué efecto producirá ese monocorde y lacerante monólogo en este hombre que, por cierto, lleva sus andrajos y su falta de higiene con algo más que dignidad? ¿Será uno de esos profesores universitarios caídos en desgracia con el cambio de régimen? Pero su mirada, su actitud, no es autosuficiente. Lee, mejor dicho, devora, como el que está aprendiendo una lección inolvidable. Como el que se ha encontrado con algo nuevo y revelador y debe mostrarse profundamente agradecido. Lo primero que siento es envidia, desde luego. Y recuerdo cómo eran mis primeras lecturas. Después, sin saber muy bien porque, tomo la decisión de cancelar mis obligaciones y unir mi destino, aunque sólo sea por un rato, con aquel lector incondicional de Dostoyevsky. A estas alturas, ya he dejado atrás la parada donde debería haberme bajado. Se me pasan por la cabeza un sinfín de estrategias. Un millón de preguntas. Pero, de pronto, mi compañero de viaje cierra el libro con firmeza, se levanta y se dispone a bajar. Por supuesto, yo sigo sus pasos automáticamente. Bajamos del tranvía y veo que estamos en la última parada. El mendigo enfunda el libro en su abrigo y camina hacia el parque. Tengo entonces la certeza de que sabe que le estoy siguiendo y, quizás por eso, se para, como invitándome a ponerme a su lado. Cuando lo hago, seguimos caminando juntos hasta encontrar un banco en el que nos sentamos. Es el momento de decir algo, pero siento que romper aquel silencio sería un sacrilegio de dimensiones inadmisibles. Se pone a resoplar y empieza a gesticular. Me doy cuenta de que es una reacción a lo que ha estado leyendo. No sé si lo entiendo muy bien, pero estoy fascinado. Súbitamente se para y cae en un estado de abatimiento. Nos quedamos en silencio, sin movernos. Después de un buen rato me pregunta: ¿Qué día es hoy? Su voz resuena estentórea y grave. Miércoles, le digo.
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